Nada que padezcan un de cada tres mujeres jóvenes o adolescentes de nuestro país es un problema individual. Quizás ingresando a relatos sobre cómo puede impactar en una vida el ideal de belleza y bienestar impuesto socioculturalmente, podamos entendernos y cuidarnos mejor.

POR IRENE POLIMENI SOSA

Telam SE

Una de cada tres mujeres jóvenes o adolescentes en Argentina tiene un trastorno de conducta alimentaria.

La construcción de la propia identidad está hoy más que nunca atravesada transversalmente por la imagen y la performatividad de los cuerpos. Los TCAs son un tema hace por lo menos dos décadas. El avance de los feminismos sobre la puesta en debate de los modelos de belleza hegemónica y la perpetuación del deber-ser que obstruye las construcciones identitarias en su necesaria e inevitable diversidad ha generado una mayor presencia de la salud mental en la agenda social. Sin embargo, en vez de disminuir, la tendencia de lxs jóvenes a canalizar miedos, exigencias y proyecciones a través de su relación con la comida ha aumentado. El cuerpo sigue siendo el territorio en el cuál se dirime una lucha constante entre el deseo propio y el deber-ser impuesto desde el sistema socio-cultural.

Según un relevamiento internacional, somos el segundo país en el mundo con más presencia de TCAs. El 29% de la población se ve afectada, con mayor concentración en jóvenes y adolescentes mujeres. La Sociedad Argentina de Pediatría informó que la instancia pandémica generó un incremento en los trastornos, altamente influido por el aislamiento social, la sobre-fijación en el tema de la salud y la incertidumbre generalizada con consecuente dificultad para proyectar hacia el futuro.

En el 2019, el INADI relevó que el odio hacia la obesidad y el sobrepeso ocuparon el segundo lugar entre los ejes discriminatorios de nuestra sociedad. La problemática se concentra en el sector etario que va de los 18 a los 30 años.

No se trata de fenómenos aislados

El proyecto social Bellamente, que nació en marzo del 2018 y tiene el objetivo de promover la diversidad corporal, sexual y de género en nuestro país, hizo durante el 2020 dos estudios para investigar el impacto del uso de Instagram y de las presiones socio-culturales en nuestra percepción de la imagen corporal. El primero, realizado en Julio del primer año de aislamiento, relevó las respuestas a una encuesta que dieron 6596 personas autopercibidas mujeres de entre 18 y 35 años. El 59% de ellas consideraban que estaban gordas o con exceso de peso y el 5%, delgadas o muy delgadas. Más de la mitad sentían emociones negativas -frustración, ansiedad, enojo, aburrimiento, envidia- después de mirar Instagram. El 86% afirmaban que alguna vez se habían sentido mal con su cuerpo después de ver una publicación en Instagram y en un 62% de los casos, esa publicación era de una influencer o celebridad.

El mes pasado, confeccioné un pequeño cuestionario yo misma. Me propuse acercar testimonios de personas afectadas por TCAs sin que éstos se contemplaran como relatos individuales, privados o íntimos, sino como experiencias subjetivas que dan cuenta de una realidad social que nos enmarca. La microhistoria es una rama de la Historia Social que trabaja con la hipótesis de que una reducción de escala en el análisis del pasado puede permitir ver cosas que a través de una mirada generalizada no se perciben. Así, se centra en el estudio de acontecimientos mínimos o vidas individuales para hacer emerger de allí elementos del contexto social. Con esa perspectiva, aplicada a la reflexión sobre el presente que vivimos, le pregunté a jóvenes sub-30 de la Provincia de Buenos Aires que han transitado TCAs sobre los elementos que influyeron en el desarrollo de los trastornos. La última de las preguntas consistía en un espacio libre para comentar lo que quisieran sobre su experiencia. Decidí que el cuestionario tuviese un carácter anónimo, pudiendo utilizarse un pseudónimo para responderlo.

Una de las preguntas apuntaba a las influencias de personajes públicos o ficcionales en el desarrollo de los trastornos. En las respuestas -que son lógicamente casi en su totalidad de personas autopercibidas mujeres- aparecen estrellas globales de pop, personajes de telenovelas argentinas, conductoras de televisión, influencers, series y películas estadounidenses. Algunos de esos nombres y títulos son Luisiana Lopilato, Selena Gomez, Reina Reech, Sascha Fitness, Miley Cyrus, Casi Ángeles, Justin Bieber, Agus Dandri, Emilia Attias, Rebelde Way, Revista TKM, Girl Interrupted, Skins, Barbie, Gossip Girl, y, por supuesto Abzurdah, la novela de Cielo Latini. Nombro no para acusar, ni responsabilizar, sino porque nos permite entender a través de figuras que nos son conocidas de qué forma el mundo del entretenimiento, que se basa en la circulación de imágenes, tiene el poder de invitarnos a proyectarnos sobre ellas y afectar nuestra idea de lo que son el éxito, la belleza, el amor, la pertenencia, el bienestar. Quizás acercándonos a experiencias concretas, vislumbremos cómo podemos producir y consumir estas imágenes de forma más responsable y cuidadosa. Quizás ingresando a relatos sobre cómo puede impactar en una vida el ideal de belleza y bienestar impuesto socioculturalmente, podamos entendernos, acompañarnos, ayudarnos y cuidarnos mejor.

“Empecé a los 12 años a ser consciente de mi cuerpo, a ver que no era flaqueza palo como mis compañeras de colegio. Pensaba en hacer dietas y en bajar de peso para que me quisieran. A los 15 empecé con trastornos alimenticios. Creía que Justin Bieber no me iba a amar por ser gorda. Supongo que también influyeron en mí muchas figuras femeninas de la farándula: Miley Cyrus, Selena Gomez, etc.” escribe Casi casi, que tiene hoy 23 años. “Por lo general buscaba si ellas habían tenido trastornos y cuánto pesaban y medían. En un momento vi la película Abzurdah. Salí del cine y cuando llegué a mi casa busqué distintas formas para adelgazar. Pasaba ratos largos leyendo notas de dietas que habían hecho distintas famosas, pensando que así iba a conseguir bajar o 10 o 20 o 30 kilos en una semana. También, en la época de las fiestas de 15, tenías que estar DIVINA. Y para estar divina, tenías que bajar de peso. Cuando, a los 18, empecé a salir con hombres, también bajaba de peso para ellos. Eso hacía que me sintiera más linda. A mi familia se lo conté de más grande, creo que a los 19 o 20. Un día, llorando, le dije a mi mamá que no me preguntara más por mi cuerpo, que no me hacía bien”.

Sofi, también de 23 años, escribe que tenía una compañera del colegio que estaba pasando por un TCA y que en el intento de ayudarla, se terminó “metiendo”. “Ese año yo egresaba y, entre el viaje a Bariloche y las fiestas, empecé a querer estar más flaca. Ese verano me fui de vacaciones con mis amigos por primera vez. Días antes dejé de comer, directamente. Como en la playa con ellos comí bastante (que en realidad era lo normal para unas vacaciones), cuando volví entré en la rutina que tenía pre viaje. Eso fue hace años, mamá siempre me ayudó y cuidó después. Pero es increíble cómo a esa edad a todas nos maquina la cabeza sin necesidad de que te digan algo, porque a mí nunca me dijeron gorda y sin embargo, esa era mi mayor preocupación”.

Telam SE

En los testimonios aparece una y otra vez el miedo al maltrato de pares y autoridades como uno de los factores más potentes que cocinan estas tendencias. En una nota que escribió para revista Anfibia, Florencia Lico, activista anoréxica por la diversidad corporal, dice que la anorexia –que, vale aclarar, es sólo uno de los TCAs reconocidos por la OMS- se trata de una “sobreadaptación obsesiva a los imperativos de la delgadez obligatoria”. Aquí es donde se evidencia el estrecho vínculo que existe entre el odio a la gordura y la tendencia a los trastornos de la conducta alimentaria. “Nosotras entendimos muy rápido las reglas del juego.” escribe Florencia, “Un juego que nos promete ser exitosas y amadas poniendo en riesgo no sólo nuestra vida, sino todo lo que subjetiva y materialmente la conforma: deseos, relaciones sociales, recursos y trayectorias institucionales.” Florencia entiende que el motor detrás de esa sobreadaptación es, entonces, el deseo de ser amadas y deseadas. ”Las personas con anorexia tenemos muchas ganas de vivir, pero en vez de organizarnos y rebelarnos contra la opresión que nos toca, perdemos mucho tiempo y vida tratando de amoldarnos a sus requerimientos”.

“Creo con certeza que el desencadenante fue el bullying en la escuela secundaria. No hacia mí, sino a mis compañeras con tendencia al sobrepeso” aporta Bell, 27 años. “No verme como ellas para evitar sufrir esos mismos tratos era lo primordial. A eso, le sumaría la educación en mi casa: mi madre consideraba que ser delgada era lo correcto y que debía verme ‘bien’ según su punto de vista. Además, criticaba a otras adolescentes de mi misma edad, decía que eran ignorantes por tener sobrepeso y creer que no necesitaban un especialista. Veo una falta de contención familiar en dejar que una adolescente creara su propio plan de dieta. Otro punto importante fue la falta de educación sexual, y el tabú de que los anticonceptivos producen desórdenes alimenticios y tendencia a aumentar de peso drásticamente”.

Hay un cóctel impiadoso de exigencias depositadas sobre el cuerpo femenino preadolescente. Ser úteroportante implica la temprana obligación de entrar en contacto con el mundo de la sexualidad, sus precauciones y sus consecuencias. Además, la hipersexualización legitimada de nuestros cuerpos hace que nos entendamos como objetos que serán o no serán consumidos dependiendo de cómo se vean. Todas las mujeres que me escribieron dicen que comenzaron a tener síntomas entre los 8 y los 12 años y que se volvieron conscientes de ellos entre los 10 y los 17.

John Berger propone una idea muy esclarecedora para pensar esto en un ensayo que dedica a la figura de la mujer, en su célebre serie de ensayos visuales más tarde recopilados en un libro bajo el título Modos de ver. Allí, plantea que desde su más temprana infancia, una mujer es educada para examinarse continuamente de una forma tan exhaustiva que llega a desdoblarse internamente en dos partes: una parte examinante y otra parte examinada (pienso en la cultura de ir de shopping con mamá, pienso en estar atenta a la menstruación, a su olor, a si nos manchamos o no, a cómo nos sentamos cuando usamos pollera, pienso en las Barbies y sus cuerpos esculturales, pienso en el maquillaje, las uñas, el pelo, los pelos): “Los hombres examinan a las mujeres antes de tratarlas”, dice Berger. “En consecuencia, el aspecto o apariencia que tenga una mujer para un hombre puede determinar el modo en que este la trate. Para adquirir cierto control sobre este proceso, la mujer debe abarcarlo e interiorizarlo. La parte examinante del yo de una mujer trata a la parte examinada de tal manera que demuestre a los otros cómo le gustaría a todo su yo que le tratase (…) Esto determina no sólo la mayoría de las relaciones entre hombres y mujeres sino también la relación de las mujeres consigo mismas”.

Hoy este mecanismo está totalmente extremado y diseminado en el funcionamiento de la sociedad, más allá de todo binarismo genérico. En la segunda década del siglo XXI, la hiper-circulación de recortes del yo en las redes sociales hace que todxs estemos –más o menos- sometidoxs a una constante auto-examinación de la propia imagen. De este modo, todxs nos hemos convertido en un objeto y, como dice Berger: particularmente, en un objeto visual, en una visión. Es por esto que las redes sociales producen el nivel de malestar que expresa el estudio que cité más arriba. Allí vemos desfilar en un sinfín de visiones de cuerpos cuidadosamente seleccionadas, como si esas visiones fuesen la norma y la realidad única. Todxs suben esa foto en la que se ven como desean verse. Y el sistema sociocultural nos señala constantemente que debemos desear vernos como aquellos que viven de su imagen: siempre jóvenes, limpios, altos, flacos.

Esto no quiere decir que la problemática opere sobre todxs de la misma forma. Así como es gordo odiante, el sistema sociocultural es patriarcal, binario y misógino. Las mujeres y las identidades que trascienden el patrón binario padecemos mucho más todas las condiciones impuestas. Así lo indican los números, y así lo indican nuestras experiencias.

Vera, 27 años, escribe que el origen del TCA tiene que ver con muchos factores, difíciles de diferenciar con claridad, muy vinculados entre sí. “La idea autoexigente de que son ciertos cuerpos los que son deseados pero sobre todo queridos, amados, de que son ciertos cuerpos los que reciben afecto; el momento de la pubertad (en mi caso quizás medio ‘temprana’: antes que la de mis amigas) lleno de comentarios de pares y de adultes que eran súper incómodos y que quizás sentía que siendo más flaca podía hacer acallar; una dificultad para expresar malestares generales en mis relaciones, que se traducía casi directamente en deseos de no comer más para no existir, no ocupar espacio, no estar ahí. Alguien una vez me dijo que cuando menstruara iba a dejar de tener cuerpo de nena e iba a ‘empezar a engordar lo que comiera’. Desde que me indispuse por primera vez, a los 11, me torturé muchísimo entonces con no comer. Y por muchos años no pude menstruar regular, solo una vez o dos al año, y siempre en momentos de mucha superación emocional”.

“Los disparadores más fuertes fueron el secundario y el deporte” comenta Reina, 27 años.  “Mis xadres gordofobicos me decían gorda y me pesaban semanalmente porque estaba en un equipo de alto rendimiento con nutricionista desde los 14 a los 16. Cuando cambié de talle de pantalón a los 15 no salí durante un mes a ningún lado”.

Hay fragmentos de experiencia que parecen demasiado extremos, muy fuertes. Quizás lo sean, pero también son parte de la realidad de la que tenemos que hacernos cargo todxs, cuanto antes. Nada que padezca 1 de cada 3 mujeres jóvenes de nuestro país es un problema individual. La “normalidad” es hoy que miles de personas se miren al espejo y piensen que merecen menos por cómo se ve su cuerpo. Las reglas del sistema son despiadadas, sus mecanismos son eficaces. Es necesaria mucha contención, mucha suerte, mucha fortaleza, o las tres cosas juntas para no verse vulneradx en la propia identidad por estas exigencias.

“Yo era muy mujer, me interesaba satisfacer el estereotipo femenino de belleza y cumplir con lo que se esperaba de mí estéticamente.” Escribe Cami, 24 años. “Esta tendencia se acentuaba por varios factores: al chico que me gustaba le gustaban las chicas flacas (y me lo dejaba en claro), todas mis amigas habían empezado dietas estrictas porque se acercaba la fiesta de egresados, yo era muy insegura. No conocía el término gordofobia ni tenía en mi entorno cercano cuerpos gordos que se sintieran bien con su físico. Instagram y las estrellas fitness me habilitaron el terreno también. Me obsesionaban las fotos del antes y después. Mi familia es bastante gordo odiante. La cultura de la dieta está siempre a flote, a la espera de cuando una siente que subió 2 o 3 kilitos. Al principio quería comer mejor, después me obsesioné. Cada vez era más estricta con los ingredientes, las cantidades, las horas.” Cami cuenta que la gente la felicitaba cuando la veía más flaca y que esa validación la hacía sentir bien, pero ese bienestar nunca llegó a ser permanente: “me sentía aceptada, me sentía likeada, me sentía sexy y poderosa. Poderosa por poder bajar de peso. Por poder controlarme, por llegar al cuerpo ideal. Lo recuerdo como una demencia y un infierno. Solo me miraba a mí. Nunca llegue a conformarme. Podía no salir de mi casa porque me veía gorda a pesar de nunca haber estado tan flaca. Mi contexto familiar, además de gordo odiante, no era el mejor. Había un cóctel de angustias y eso detonó en mi cuerpo. Un día en el viaje de egresados, dormí con el chico que me gustaba, yo estaba despampanantemente flaca y él se fue con otra. Me agarró una angustia brutal, recurrí al atracón y a partir de ahí empecé otra etapa que fue la de comer mucho con culpa. Tenía la sensación de que estaba habitando un cuerpo en construcción, no habilitado, en infraestructura. Que cuando volviera a ser flaca ahí, recién ahí iba a poder vivir en los términos que para mí era aceptable”.

Más allá de la comida

Pienso que estos relatos son necesarios porque nos señalan cómo la adaptación a los cánones hegemónicos la alentamos todxs en mayor o menor medida. Nos ayudan a vislumbrar de qué manera todo tiene que ver con todo, por qué un TCA no es únicamente un vínculo problemático con la comida, sino que tiene mucho que ver con los lazos sociales de los que participamos, los que se construyen a nuestro alrededor, las instituciones que nos enmarcan, las imágenes que consumimos, nuestras herramientas emocionales y afectivas, nuestro desarrollo sexual, nuestra identidad de género, los rituales comunitarios. 

“Me llevaron a terapia por ‘mis problemas’ y me acompañaron como pudieron pero había mucho miedo de ponerle nombre a la cosa”, cuenta Vera. “Creo que hubiera ayudado que mi psicóloga o alguien le pusiera nombre o algo así y me contara que a veces esas cosas vienen por otro lado, que a veces es la salida que encuentran ciertos malestares para hacerse presentes cuando unx todavía no tiene herramientas para asumirlos. Hoy paso días y meses enteros sin preocuparme demasiado por todo esto. Y de repente vuelve, y no disfruto de la comida, ni de mí misma, ni de muchas cosas. Pero trato de no hacerme daño, porque me repito que todo daño va sumando y eso sí es un poquito más irreversible, y solo espero que se pase. Mi mayor foco está en tratar de perdonarme todo esto, porque por muchos años me odie a mí misma por habérmelo causado, por haberme ‘privado’ de una vida con más disfrute”.

Agus, 26 años, escribe: “Estoy delgada pero igual me siento mal si engordo o no tengo buen culo. Trato de comer conscientemente y si algo me hincha o me hace sentir pesada me trato bien y me tomo un tecito de semillas de hinojo para que se me pase el dolor”.

Cami dejó de tener síntomas de TCA hace unos años. “Me ayudó el haberme ido del secundario,  la mirada de mis compañeras mujeres me hacía sentir muy observada y de mal modo. Recuerdo haber leído en el wapp de una amiga que estaba fea porque había engordado o algo así. Ayudó terapia. Y me ayudó saber que era un tema de salud mental, y no un tema con la comida. Que la solución a mis problemas no estaba en una milanesa, sino en mis vínculos, entornos, experiencias, etc. En terapia terminé hablando de mis xadres, mi convivencia, mi futuro, mis deseos. Cosas en las que no estaba pensando y que me afectaban. Habré estado 2 años con todo este proceso de restricción y culpa. Me amigué mucho con mi forma de ser con el teatro también, me ayudó a aceptarme y a percibirme desde un lugar que no era exclusivamente el de la foto, lo estático y estético de ese querer pertenecer. Me ayudó hablar del tema. Poder decir lo que me estaba pasando fue liberador, porque antes me daba miedo. Y juntarme con cuerpos no hegemónicos o que no tratan desesperadamente de encajar en aquel molde, fue un alivio. Me ayudó leer “Cuerpos sin patrones”. La relación con mi cuerpo, con la desnudez, con la ropa, es fluctuante de todos modos. Cada tanto vuelvo a pensarme en ese momento y trato de perdonarme. Me perdí muchas cosas por estar así mentalmente”.

Hay una enorme cantidad de diagnósticos relativos a la salud mental. Cada vez está más patologizada la experiencia humana. Eso puede generar fuertes lazos de identificación y construcción de comunidad en torno a experiencias compartidas. Es bueno saber que no estamos solxs. Pero creo que la operación tiene su contracara: veo un problema en que la identidad se erija principalmente en torno a una experiencia que es dañina, y está limitada dentro del concepto de patología. Cuando nos encontramos con otrx que siente lo mismo que nosotrxs y hacemos de ese otrx nuestro lugar de pertenencia ¿cómo evitar que eso no se transforme en un círculo vicioso de identificación con la experiencia que nos une? ¿Cómo impedir que la naturalización de los trastornos termine siendo una herramienta para la no-transformación?

Con esto no quiero decir que haya que volver a invisibilizar estas realidades, todo lo contrario: hay que seguir señalándolas, des-tabuizando las condiciones que nos impiden vivir tranquilxs. Pero quizás sea posible hacerlo intentando reforzar nuestros lazos identitarios por fuera de esas condiciones. Hoy sospecho que el trabajo es en dos direcciones: acercar las experiencias relativas a la salud mental a un territorio en el que no las veamos como extrañezas personales que nos avergüenzan, y a la vez, intentar construir lazos comunitarios que nos permitan pensarnos por fuera de los trastornos. Intentar prestarle atención a lo que nos ayuda a transformar las maneras en las que nos vinculamos entre nosotrxs, a desandar el camino de exigencias que el sistema nos quiere imponer a toda costa. Para dejar de vernos en falta y ver las faltas que tiene el sistema en sí, ver que la falta es integral, y que la salida es con otrxs. Construir lazos que le den entidad a los trastornos pero que no nos hagan sentir que eso es todo lo que tenemos para intercambiar con el mundo. 

Como sociedad hay que hacer mucho, de a poco. Hay que preguntarnos por qué el secundario es un espacio tan hostil. Hay que escuchar a lxs adolescentes. Hay que pensar, debatir y transformar la contención en nuestras instituciones pedagógicas. Hay que seguir reflexionando la tarea de la crianza. Hay que ayudar a quienes tienen esa tarea. Hay que producir y consumir imágenes con muchísimo más cuidado: pensando qué modelos erigen las imágenes que lanzamos al mundo, qué mostramos de nosotrxs, qué idea de éxito, de bienestar, de felicidad, de cariño estamos subrayando. Hay que educar nuestros algoritmos para que no nos obliguen a ver cuerpos imposibles y falsas felicidades. Hay que producir ficciones con diversidad corporal. Hay que debatir las ficciones después de consumirlas. Hay que identificar qué comportamientos o búsquedas nos aíslan de lxs otrxs. Hay que compartir. Hablar. Debatir. Hay que implementar con total efectividad la Ley de Talles. Hay que implementar con total efectividad la Ley de Educación Sexual Integral. Hay que repensar la Ley de Prevención y Control de Trastornos Alimentarios.

Erigir y levantar como bandera la propia identidad a partir de algo que no nos constituya como eternas víctimas, outsiders de la sociedad, personas enfermas: ese es un horizonte posible. Porque la verdad es que, según la Organización Mundial de Salud, hay más de 400 trastornos mentales y 1 de cada 4 personas en el mundo padece uno. Somos mucho más que lo que las reglas socioculturales han hecho de nuestras mentes. Tener una afección mental no nos hace outsiders. Nos hace simples humanos afectados por la realidad que nos rodea. Pero como simples humanos, tenemos el poder de ayudarnos los unos a los otros y transformar el pedazo de realidad que tocamos. El primer paso, para cualquiera de las partes, es siempre acercarse a otros u otra. 

Fuente: Télam